Espejos discursivos de la guerra civil dominicana de 1965

Mario Arvelo, quien aparece en la segunda fila desde arriba (primero por la derecha), participa como panelista en el conversatorio de expertos «La Revolución de Abril de 1965: causas y consecuencias», organizado por la Delegación Permanente de República Dominicana ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en el marco del 55° aniversario de la última guerra civil dominicana. Además de Arvelo, en el elenco de panelistas figuraron el presidente de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias Juan Daniel Balcácer, el presidente del Parlamento Centroamericano Tony Raful, el diputado al Congreso Nacional dominicano Fidelio Despradel, el historiador militar Félix Paniagua y el embajador dominicano ante la UNESCO José Antonio Rodríguez, quien moderó el debate; participantes como el abogado Martín Bretón y el arquitecto Marcos Blonda aportaron testimonios familiares del conflicto armado. El panel, que fue observado por historiadores, excombatientes, diplomáticos, artistas, profesores y estudiantes de todo el mundo, fue hospedado en París y se realizó por vía electrónica (debido a las normas de distanciamiento social en respuesta a la pandemia de covid-19) el 24 de abril de 2020.

En su ponencia, Arvelo realizó un análisis utilizando la metodología empleada por Pablo Mella en la producción de su libro «Los espejos de Duarte», que mereció el Premio Nacional de Ensayo de República Dominicana en 2013, para abordar dos perspectivas conexas. De un lado, el “laberinto de espejos” que según Mella me expresó en coloquio privado constituye la llamada Revolución de Abril y, del otro, una imagen insuficientemente explorada del protagonista de los hechos que conmovieron República Dominicana a partir del 24 de abril de 1965: Francisco Alberto Caamaño Deñó, el personaje central de aquel capítulo de la historia dominicana, que Balcácer afirma es “el acontecimiento político-militar más trascendental del siglo XX dominicano”. Al referirnos a la Revolución de Abril usamos una designación —o etiqueta— como primera imagen —o espejo— creada por la historiografía, e incorporada al imaginario popular a través del sistema educativo y de los símbolos utilizados por los creadores de opinión, que también contempla al menos otras dos narrativas como retrato de la coyuntura: el de guerra civil, y el de guerra internacional, o guerra a secas.

Los tres espejos discursivos son correctos: cuando hablamos del carácter revolucionario de un hecho, el diccionario de la Real Academia de la Lengua nos ofrece la acepción de que tuvo lugar un “levantamiento o sublevación popular”. La significación más extendida, sin embargo, no resulta satisfactoria, porque el alcance conceptual de la palabra revolución como “cambio profundo en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional” sólo cabría en el sentido inverso, es decir, los doce años de dictadura cívico-militar-policial de Joaquín Balaguer a partir de 1966 representarían una revolución respecto de las perturbaciones, fragilidad institucional y anarquía que marcaron la vida nacional desde el ajusticiamiento del dictador Rafael Trujillo el 30 de mayo de 1961. Por supuesto, aquella docena de años constituye una involución, una regresión y una negación de los ideales de los combatientes constitucionalistas de 1965. La dictadura balaguerista fue, por cierto, la principal consecuencia de la llamada Revolución de Abril. Esta imagen, si bien puede considerarse válida —la validez que es común a todos los espejos historiográficos—, debe ser admitida con reservas y ser utilizada con cautela, estableciéndose la distinción conceptual entre alzamiento efímero y reestructuración fundamental. Guerra civil también fue, pues en abril de 1965 se desató una conflagración bélica en las calles de Santo Domingo, donde facciones de ciudadanos combatieron por el control de las instituciones de su propio país. Es la traducción directa de la bellum civile que liquidó de facto —no de iure— la república romana tras la ruptura del triunvirato y antes de la pacificación impuesta por César Augusto. En el lenguaje de las ciencias políticas, hablamos de un conflicto violento intraestatal, con la participación de civiles y militares en ambos bandos; este debe ser el espejo preferido, por la precisión con la que los símbolos del sintagma reflejan el hecho concreto. También, y este es un tercer espejo, la intervención de Estados Unidos internacionalizó el conflicto, que sufrió una ulterior transformación, en este caso de iure —no de facto— con el involucramiento de la Organización de los Estados Americanos y la conversión de las tropas estadounidenses en una Fuerza Interamericana de Paz, con la inclusión de actores marginales en una maniobra para legitimar la presencia de aquellas en el territorio dominicano.

El otro aspecto objeto de análisis es la persona del protagonista de la guerra, quien nace en un hogar de influencia y poder en 1932, recién iniciado el gobierno de Trujillo. Fausto Caamaño, su padre, fue un oficial militar de la confianza del dictador. En 1952, cuando Francisco concluía sus estudios en la escuela naval de la Academia Militar, su padre ascendió al gabinete para ocupar la posición que hoy se denomina ministro de Defensa. En aquel momento, el futuro del joven Caamaño parecía claro: duplicaría los pasos de su padre como oficial de carrera en las Fuerzas Armadas. El camino de su vida, sin embargo, tuvo varios puntos de inflexión, que crearían diversos escenarios radicalmente distintos entre sí. Uno fue la salida de Fausto del círculo íntimo de Trujillo. Otro, el ajusticiamiento del dictador y el período de inestabilidad política y transición socioeconómica que culminó con un nuevo escenario: el proceso electoral de diciembre de 1962, y el fracaso del experimento de renovación estructural del Estado articulado por Juan Bosch —ganador de esos comicios— en el marco de la Constitución progresista promovida por él. Aquí se presenta la paradoja vital de Caamaño, quien fue un producto familiar, social, intelectual, formativo y profesional del conservadurismo decimonónico. Las circunstancias, tanto el golpe de Estado a Bosch en septiembre de 1963 como la muerte de Rafael Fernández Domínguez, quien fue el líder original del movimiento militar que exigía el regreso al orden constitucional, le llevaron a la política y le encumbraron a la presidencia de la República. El armisticio que puso fin a las hostilidades lo llevó al exilio como diplomático, en la posición de agregado militar de la Embajada dominicana en Reino Unido; Fred Halliday, profesor de relaciones internacionales de la London School of Economics —donde he tenido el honor de ser conferencista— califica la estadía de veinte meses de Caamaño en Londres como la “más importante de un líder revolucionario latinoamericano desde las visitas de Simón Bolívar y José de San Martín en 1809”. Así, tenemos la imagen o espejo del Caamaño militar trujillista (al servicio de los aparatos represivos de un régimen paleo-fascista) y del Caamaño militar sublevado (contra las estructuras castrenses, sociales y políticas que le formaron como instrumento para garantizar la pervivencia de sus bases y extensiones), es decir, la antítesis absoluta del arquetipo anterior. Tenemos el espejo del Caamaño presidente (primer magistrado de la nación y, como tal, estandarte de la legalidad institucional) y del Caamaño guerrillero (de nuevo, la contradicción categórica de la representación anterior), al desembarcar en enero de 1973 a la cabeza de un contingente de nueve hombres decididos a instalar focos de combate siguiendo la tradición guevarista de debilitamiento del orden establecido a través de la guerra asimétrica en el eje rural-urbano. Este es otro giro prodigioso, porque el camino inverso es el que conocemos de las experiencias cubana y nicaragüense en nuestro entorno geopolítico, angoleña o congoleña en África, o china y vietnamita en la escena asiática, es decir, utilizar la guerra de guerrillas como táctica de una estrategia de conquista del poder político, no como ruta de regreso a él. Tenemos, en fin, el espejo del Caamaño mártir —tras su captura y fusilamiento, por cierto calcada de la experiencia boliviana de Che Guevara, donde Nizaíto y Vallegrande se presentan como gólgotas paralelos— y el espejo del Caamaño Héroe Nacional, como reza su lápida. Mucho menos conocido, y tan fascinante como los anteriores, fue el espejo o imagen del Caamaño diplomático, oficio que dos de sus hijos desempeñan, y que es una identidad que podría ser tema de un próximo panel.

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